miércoles, 25 de agosto de 2010

Ojos de color búfalo

Tan sólo basta estar vivo para morir. Dicen que la suerte y las casualidades no existen, que todo es un proceso de correspondencia, mi destino ese día no era morir, debía aprender. Mi curso en la Tierra no había terminado, se ponía aún más interesante.


Todo fue muy rápido, como aseverando ese refrán que dice que del afán no queda sino el cansancio. Los días corrían ansiosos por esa época, en agosto el viento da la pauta para correr. Cartagena siempre ha sido un destino turístico por excelencia, a veces lo usan como escenario de reuniones políticas o empresariales como para esta ocasión. Los vuelos estaban completamente copados y la única opción era llegar a Barranquilla y de ahí salir al corralito de piedra por la vía al mar.

Durante mi vida, mi relación con la cultura costeña ha sido muy cercana, nadie de mi familia lo es, pero en el colegio y después en la universidad pude cruzarme con varios barranquilleros, cartageneros y samarios que alegraron y amargaron mis días, algo común en las relaciones humanas. Eso me permitió tener contactos en la arenosa y cuadrar quién me recogería para llevarme hasta Cartagena.

Viajé en el último vuelo que salía de Bogotá, eran las once de la noche y me tocó el puesto 27A en un MD de Avianca. Nunca había ido a Barranquilla, no sabía dónde coger un taxi cuando llegara y mucho menos dónde ir después, nadie me podía recoger y desde ahí mi panorama para esa noche era un tanto misterioso. El vuelo transcurrió con total normalidad, hablé lo más que pude con mi vecino, para preguntarle cosas sobre los taxis, las direcciones y sentirme un poco más segura cuando me bajara del avión. Llegamos sin ninguna novedad, me bajé del avión y sentí el calor abrazarme por los hombros con ese sofocante bochorno que dan ganas de despojarse de la ropa. Tenía una blusa de tiritas, color morado, verde, amarillo y rosado con un broche en la mitad que dividía las copas de los senos, un jean azul oscuro y llevaba el pelo suelto, como acostumbro.

Tomé un taxi y le pedí que me llevara a un McDonalds donde me recogería uno de mis amigos, al llegar estaba tan solo el lugar, que el taxista no me dejó ahí sino que por el mismo precio me llevó hasta el edificio donde estaban esperándome. Las calles estaban vacías y el sonido del silencio me tenía atemorizada, sentía que algo estaba mal y no lo descubriría hasta varias horas después.

Ahí estaban ellos, dos amigos con los que viajé alguna vez a San Andrés, tomaban cerveza y escuchaban algún vallenato que como todos, prefiero no recordar. Los saludé con esa emoción que da la distancia, los abracé como si supiera que dos años después aún no los vuelvo a ver, me parecía muy fuera de lo común estar a la una de la mañana en esa esquina, esperando que me recogieran para llevarme a Cartagena. Logramos distraernos, recuperar tiempo en sonrisas y halagos, me gustó mucho verlos y me dolió esa imagen que queda en el vidrio de la ventana de atrás de la Montero, por donde uno hora después y mareada de tantas vueltas saldría para sobrevivir.

A Luís Miguel y Ricardo los conocí por mi ex novio Camilo. El primero el mejor amigo, el hermano del alma, alguien a quien aún hoy llamo “cuñado”; el segundo un amigo de películas, rumba, hermano de adopción. Luís manejaba, Richie era copiloto y yo iba atrás como la niña que soy, en la mitad de las sillas de adelante contando historias, feliz en ese momento, eufórica y ansiosa. La carretera tiene muy mala iluminación, y siempre me sentí en ese mundo de Diddy Kong en el que van dentro de una mina sobre la carrilera dentro de una carretilla, no sabía que esperar después de cada curva, los árboles a la izquierda eran muy similares, habían crecido como siameses y sus ramas terminaban dibujando sombras iguales, a la derecha estaba una montaña, de esas que parecen derrumbarse cada vez que llueve. Del lado del mar, construyeron un pequeño muro de quizás unos 30 cms de alto, no cuida nada y probablemente cause más problemas de lo que debería. Las curvas eran constantes, la velocidad 70kms/h. De pronto una llamada anunció una tragedia. Las luces brillaron sobre dos bolas cristalinas a la altura del capó, el celular sonó, las manos giraron con toda su fuerza el timón, el pie frenó y segundos después un gran silencio devoró el alma de quienes íbamos en ese carro.

Acabábamos de encontrarnos de frente con la muerte vestida de búfalo. Las luces del carro fueron lo único que iluminaron esa gran masa en el camino, la agilidad mental de Luís le permitió razonar que si frenaba de frente contra el animal yo saldría volando por la mitad del panorámico sin posibilidad de sobrevivir, por tanto maniobró el timón hacia su izquierda y sin pensarlo, las llantas golpearon contra el murito de 30 cms, haciéndole perder el control del carro y enviándonos a dar cuatro vueltas completas y terminar de lado sobre el inicio del barranco que conduce al mar.

Abrí los ojos en medio de un oscuro silencio, el negro se hacía presente en todos los ángulos sobre los que dirigía mi vista, me sentí muerta, esperaba la aparición del túnel del que todos hablan y dije que quizás no lo vería porque no era digna de entrar al cielo. De pronto la voz de Richie me regresó a la tierra, aquí estaba, viva, golpeada, pero viva. El sollozo de Luís, quien había volteado a ver por la ventana y se había encontrado con parte de mi pelo mono, pensando que el carro me había aplastado, me hizo despertar aún más de ese lapsus mortal. No supe en qué momento lograron salir del carro, yo no podía moverme y me dolía mucho la pierna derecha, además sentía la sangre caliente sobre mi nariz, el brazo izquierdo no podía acercarlo a mi cuerpo me dolía, lloraba y ni una sola lágrima rodaba por mis mejillas, después supe que era por la adrenalina. Quise desmayarme para no sentir más dolor, pero entre mas lo pensaba menos me distraía. Luís y Ricardo buscaban la forma de comunicarse con una ambulancia, con alguien que nos auxiliara.

A esa hora era difícil esperar que alguien pasara por esa carretera, los dos que lo hicieron no quisieron pasar, pero ese ángel que nos ayudaría venía de Cartagena, en un taxi y sería Luís. Otro Luís. Paró, nos iluminó y ayudó a pasarme del carro a la calle. Yo sentía en mis pies la pipa de gas del carro y temía que explotara. Al preguntar por lo que ellos veían en mí, me respondieron que la pierna estaba hinchada, pero no sangraba, la nariz estaba cortada y el brazo raspado. Otra cosa pasaría cuando llegara la ambulancia y revelara que mi situación era delicada.

El jean ocultaba un pedazo de piel desgarrado, una exposición del fémur y una futura cicatriz de 37 puntos. El hombro se había dislocado y la nariz fisurado. Los paramédicos me desnudaron y revelaron aparte de los morados y raspones, la carga de pudor con la que Adán y Eva nos dejaron. Sin embargo, el dolor era tan incontrolable que olvidé que mi cuerpo estaba expuesto a los ojos de todos.

El tiempo de ida al hospital de Bocagrande en Cartagena fue eterno, así como la espera para atenderme. Finalmente me acomodaron el hombro y me llevaron a la sala de cirugía para operar mi cadera. Duré varios minutos en el cuarto de rayos X sintiendo como el frío de la esterilización se apoderaba de mis huesos, acrecentando el dolor y el desespero que sentía. Cuando desperté nuevamente daban la puntada final en mi pierna y me dirigían a recuperación. Recuerdo que la enfermera mencionó que dentro de la herida tenía pintura del carro, vidrios y tierra. Seguía dopada y no reconocía a la gente a mi alrededor, aunque la pesadilla había terminado; los cuatro meses siguientes serían, hasta hoy, la prueba más difícil de mi vida.

(Continuará…)